21 julio 2020

4:05 am
No dormiré ni una sola de las horas que le restan a la madrugada. Lo sé por el asiento en el que estoy, por los cafés que me bebí, por la habitación que no es mía y que nos guarda. El conteo de la máquina del suero, de la que no sé su nombre, lleva más prisa que el tiempo y que la lluvia. Se vuelven a escuchar los autos. En el pasillo voces y pasos. El ruido de la máquina en algún otro cuarto. La incomodidad de las camas, los plásticos y este sillón. El dolor que debe estar sintiendo, punzando ligeramente. Las extremidades entumecidas. El vacío en el estómago. El cansancio y el soñar interrumpido de dos. El alprazolam perdió su efecto hace más de cuarenta y cinco minutos. Yo trato de no hacer ruido para no perturbar la falta de silencios que le sobran a este lugar. Ya vendrán las pesadillas. Me concentro en el sonido de la lavadora que encontré a lo lejos. Me mareo. El rugir del tren durará poco. Siento la presión del sostén y la mano izquierda lo desabrocha. Me aferro a los sonidos, al no dormir y a la semioscuridad que ilumina un par de cuadros y al Cristo clavado en su cruz. Ensueño sin dormir, abrazada al gorrito con orejas de mapache, con el que cargo en estos días aunque no haga frío y por las tardes hace días que no llueva; sólo para no sentirme sola. ¿Cuántas gotas de lluvia, de suero y de analgésico, faltan para que salga el sol? ¿Cuántos vértigos me quedan en el pecho y en el vientre? ¿Cuántas voces, pasos, puertas se encuentran en la noche? ¿Cuántos párpados cansados y pesados, cayendo como las puertas de una jaula, para elevarse de nuevo, intermitentes y mudos, con bostezos, con sollozos, en espera de soñar?

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