Anoche tuve sueños que hablaban de hoy, pero tú no entendías nada, y a mí me tocó descifrar cada desliz onírico asemejándose cada vez más al roce de tu mano acariciando mi mejilla, o mi cuello, o las cicatrices de un pasado atroz. Un montón de sueños que acabaron antes de contarte, de encontrarte en alguno de ellos.
No volvías y la ilusión se volvió una suerte que nunca me encontró.
Sueño dos. Aquella parte en que no estabas y tu lado de la cama estaba en otro lado más ausente y aún más lejano del que estaba yo. Tú mirada flotaba frente a mí, pero no estabas y ahora no sé si alguna vez lo hiciste. Y cientos de voces preguntan por ti, pero tampoco hay formas de responder y me limito a sonreírles brevemente; breve. Breve.
Comprendí tu silencio y también el mío. Me guardé tu recuerdo y lo repetí hasta aprenderlo de memoria, hasta a desaprenderlo, pero sin olvidarme de ti. Me guardé hasta los suspiros y de pronto ya no existía nada porque te desaprendiste a ti mismo y ya no podíamos reconocernos sin tocarnos.
Llegó el invierno en viernes. El frío que azotaba las paredes te absorbió. Y tu sombra, que por momentos juega a ser la mía, sigue esperándote en los bordes de la cama, en los pliegues de las sábanas, en el llanto del colchón. Y yo contaría los días, pero han sido suficientes como para olvidarme de mí y volver a ser otra que no deja de pensarte. Sobreviví a tu ausencia, pero, ¿cómo sobrevivo a la ausencia propia, que me ha dejado en partes muy lejos de mí?
Cindy Yaremi, 2018.
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