Llevo huyéndome más de trescientas horas,
el reloj está en quiebra
suspira quejándose en cada parpadeo del segundero.
Mis pasos forman ecos
y se vuelve interminable mi paseo en círculos por esta
habitación inmemorable,
llena de grietas, de heridas,
con esa cualidad de dejarse brotar por la humedad
como si fueran pecas.
Yo también estoy marcada: de recuerdos,
del pasado mascullante que ahora me aburre
pero no deja de infectarme.
No debiste haberte ido.
Resuena en mi cabeza un golpeteo electrizante de lo que ya
no soy ahora,
de lo que alguna vez estuvo ahí,
para hacerme caer mil veces sobre las partes de tu piel
que aún se humedecen en mi lengua.
Es cierto, al final no nos quisimos tanto,
pero también es cierto, y a la vez mentira,
que no ha pasado un mes en que no concretemos ciertos
saberes
que sólo se describen a versos.
Ya no sé cómo llamarte,
si aún sigo cayendo en el viejo truco
de abrir y cerrar los ojos para perderlo todo,
y atravesar nuestros cuerpos a oscuras y no ser nadie
en los tropiezos del gemido.
Sigue siendo enero y volverá la primavera
para tragarse al invierno que me queda muriendo entre los
dedos:
nos escaparemos para no volver a vernos,
para volvernos trueno,
para dejarles migajas de pan a los muertos.
Adiós a la historia entre gritos y golpes,
fluidos y azotes,
que quedaron en los fantasmas mudos de este cuarto,
de los rincones que visitamos,
de cada calle que hoy se muere de frío y que no tiene ganas
de tenernos cerca.
Adiós al deseo animal de decirte que te extraño
sabiendo que volverías tan sólo para romperme los sueños
y dejarme tirada como un sol, sin habla y con el odio
inyectado hasta los huesos.
Adiós.
Cindy Yaremi, 2017.
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