He llegado tarde a todos los poemas de los hombres con que he estado,
y el poema nuevo nunca rima ni con mi nombre, ni con mi vida y me tengo que ir;
y mi vida se desgasta en soledades, en vísperas de sonrisas, de alegrías, del verso ajeno.
Tampoco hay hombre que lo entienda, que no haga drama entre mi ausencia y el grito desesperado reventando en cualquier discusión.
He llegado demasiado tarde. No quedan poemas que le den vuelo a mi falda, que se enreden en mi escote, que giman en mi orgasmo, que me rompan el alma.
Tarde, tarde, tarde.
Demasiado tarde para tus besos de primavera, para decirte cosas obscenas
y hacerle al loco que no sabías.
Llego tarde y me encuentro con cenizas, botellas rotas y un pez muerto en la escalera;
el poema escrito con caricias se lo llevó alguna otra la noche anterior.
He llegado demasiado tarde, nuevamente, como siempre.
Ni lo que me cuesta el lápiz labial, ni lo que me cuesta pintarme, peinarme, vestirme,
ni lo que te cuesta olvidarme.
Y el poema que me das está quebrado. Que no sirve, que no sabe, que no siente. No se siente.
Fumo. Fumas. Nos largamos.
Voy de camino hacia ningún lugar, al norte del norte, a mi suerte, al destino.
¡Ya llegué tarde otra vez!
He llegado demasiado tarde, y ahora es demasiado pronto para ser poema,
para hacer que rimen las letras de tus dedos con mis venas, para tararear canciones que corran por el viento, para ahogarnos con una noche oscura y llena de murmullos.
Demasiado tarde, demasiado pronto.
Demasiado lejos, demasiado propio.
Demasiado bueno o demasiado malo
para ser mentira o para ser verdad.
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