Me impulso con una mano
intentando alcanzar las estrellas
mientras la otra, entre espirales
busca los sueños en tu cabello.
Rozo sólo el borde
de lo que nos queda de piel
y me deslizo.
Me deslizo y floto.
Me sumerjo en el brote de tus labios.
Florezco.
Como ceniza, como humedad
que se borra con el viento,
así se fuga mi alma intranquila,
por en medio de tus ojos,
mi mente insana que no calma;
y te quiero, así,
con mis dientes enterrándose en tus huesos,
con el silencio despertando en nuestros besos.
Y ahora me sacudo los restos de la noche
que se guardaron en mis uñas.
Y ahora sólo las sábanas y el colchón
saben de qué color suele ser la tinta
con que se escriben los poemas de amor.
Aterrizo así, y casi de puntillas,
emerge un grito que atraviesa la pared
y la historia que aún no acaba,
termina como siembre de rodillas.
Hay algo escapándose en el aire,
hay algo que surca
entre los espacios adheridos
de tu pecho y el mío.
Hay algo que me mata, que me asfixia,
el olor de la melancolía.
Una cuartilla y media de dolores y penas,
una caricia dulce y muy lenta,
una risa ahogada y violenta,
la silueta del tiempo atravesando la puerta.
Te dejo las notas que escribí anoche
perfumadas y en una tela de color rosado.
Me arriesgo a salir por la ventana
y encontrarme que no ha pasado nada.
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