26 junio 2014

Rutina. Parte III


Estaba ordenando los papeles que había dejado sobre el escritorio la madrugada anterior, cuando llamó. Su voz se escuchaba tan agitada que su terror me atravesó también a mí. Dónde están las sirenas púrpuras que te incitan a morir.

Luego de colgar, el miedo seguía bailando en mi piel. Lancé un grito que me asfixió. Caí de rodillas y no me pude mover en dos horas. Cuando logré recobrar un poco de fuerza y, más que nada, coherencia, salí a la calle buscando certeza. Caminé hasta llegar a una especie de parque, en el que entre los árboles brotaban criptas. Me di cuenta de que iba descalza cuando sentía la humedad que bañaba el pasto.

Era medio día y ya sabes, los pájaros vuelan. Me senté en una tumba para esperar que algún muerto me hablara. Pero todo aquel cosquilleo terminó por romperme la calma.

Regresé a media tarde cansada de no escuchar nada. Prendí el televisor y el estéreo, y me metí a la regadera. El agua caía con fuerza, se sentía como agujas calientes. Me quedé un rato ahí sin moverme, sintiendo cómo caía, cómo me limpiaba y cómo se largaba dando un giro en el resumidero. Salí al sentir que ya mis dedos tenían las arrugas suficientes. Salí al sentir que mis pensamientos se habían evaporado.

Apagué el televisor, mientras un jazz que sonaba en la radio hacía girar mi cabeza. Eso me animó y fui a la cocina en busca de alcohol.

Volvió a sonar el teléfono, un sudor frío me recorrió la espalda y en un frenético ataque de pánico lo callé a martillazos. ¡Plas!, ¡plas! No volverás a molestar maldito.

Me calmé y seguí con mi fiesta privada de sax con vino. Así, hasta que llegó la media noche y con el alcohol hirviente en mis venas, continué la noche escribiendo cuentos cortos de surrealismo y terror que nunca llegaré a vender.

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