Estaba ordenando los papeles que había dejado sobre el
escritorio la madrugada anterior, cuando llamó. Su voz se escuchaba tan agitada
que su terror me atravesó también a mí. Dónde están las sirenas púrpuras que te
incitan a morir.
Luego de colgar, el miedo seguía bailando en mi piel. Lancé
un grito que me asfixió. Caí de rodillas y no me pude mover en dos horas.
Cuando logré recobrar un poco de fuerza y, más que nada, coherencia, salí a la
calle buscando certeza. Caminé hasta llegar a una especie de parque, en el que
entre los árboles brotaban criptas. Me di cuenta de que iba descalza cuando
sentía la humedad que bañaba el pasto.
Era medio día y ya sabes, los pájaros vuelan. Me senté en
una tumba para esperar que algún muerto me hablara. Pero todo aquel cosquilleo
terminó por romperme la calma.
Regresé a media tarde cansada de no escuchar nada. Prendí el
televisor y el estéreo, y me metí a la regadera. El agua caía con fuerza, se
sentía como agujas calientes. Me quedé un rato ahí sin moverme, sintiendo cómo
caía, cómo me limpiaba y cómo se largaba dando un giro en el resumidero. Salí
al sentir que ya mis dedos tenían las arrugas suficientes. Salí al sentir que
mis pensamientos se habían evaporado.
Apagué el televisor, mientras un jazz que sonaba en la radio
hacía girar mi cabeza. Eso me animó y fui a la cocina en busca de alcohol.
Volvió a sonar el teléfono, un sudor frío me recorrió la
espalda y en un frenético ataque de pánico lo callé a martillazos. ¡Plas!,
¡plas! No volverás a molestar maldito.
Me calmé y seguí con mi fiesta privada de sax con vino. Así,
hasta que llegó la media noche y con el alcohol hirviente en mis venas,
continué la noche escribiendo cuentos cortos de surrealismo y terror que nunca
llegaré a vender.
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