Veintitantos de julio. Hay una especie de bruma flotando en
la habitación, hay un silencio de muerte y un abismo circular que efervesce en
mi interior. Es un tipo de frío, hambriento, húmedo y humeante, el que nos
mantiene atados a la sombra de una luna aullante.
Las paredes están calladas, el techo, la cama, allá afuera,
las calles.
Todo este siniestro pausante, electrificante y suspensivo,
merodeando en mi cabeza. Un dolor inhóspito, reviviendo del olvido.
¿Cómo se sienten las horas? Este horror cristalizado me censura.
Me disminuye en la gracia de comportarme con la debida desesperación.
No te asustes, amor. El silencio, el murmullo, el frío, el
calor, el que te ame, el que te mate, es simplemente un estado inequívoco de exageración.
Una aberración constante, compleja, y no lo entiendes.
Ni yo.
Voy a apartarme de la posible ceguera para atarme, con
soltura, a los juegos de guerra.
Y ya lo verás. Seremos felices.
No me guardes, no me aguardes.
Veintitantos de julio, qué mas da todo el tiempo
transcurrido, sigue siendo gris y se transforma. Y lo que haga con las formas
es algo que jamás se conforma.
Asúmeme debajo de tu olvido, por todo el despojo, por todo
lo inquietante y el grito repentino lanzado en la mañana.
Tengo bastantes diálogos, bastantes historias recorridas,
incontables amantes, un par de amores, las cenizas de un corazón muerto y el
destello de un corazón vestido de miedo.
Cómo van las olas, cómo el viento.
Cómo los sonidos alcanzan la velocidad del sueño.
Me apago o me sumerjo en la ansiedad punzante, en la nostalgia
desnuda. Pero todo es diluyente, y esta piel translúcida, latente, jugando a hacerse
el muerto; atrapada en este instinto de soledad.
Y esta agonía que muerde.
Y este dolor que arde.
Y esta simpatía que muere.
Veintitantos de…
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