No era, no, él no, no era capaz de olvidarme, es por eso que rezaba por mí.
Por las noches, sus lágrimas eran su suicidio y no se cansaba enteramente de mi eterna negación.
No era, no, algo de lo que él pudiese salvarse, ni aunque yo no fuese tan culpable.
Yo que nunca lo miré, que quizá, por alguna distracción, le besé. Pero por supuesto, claro, no le amé.
Y se arrepiente tanto de mi ausencia, que no le consuela ni el infierno que alguna vez le dejé.
Pero todas las mañanas me llama en silencio y recae, y vuelve a caer, haciéndose vicio de su infame dolor.
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