08 agosto 2019

Otra vez Ocho y medio

Y casi al Norte del Norte porque el frío de los erizos no lo superan los imbéciles sociales


Desde la ventana alcanzo a ver el mar. La Playa cubierta de sol y de nieve. Concibo mi soledad mirando al techo. Tiene el mismo sonido que el motor de una avioneta. Estos días son fríos. El cuerpo me pesa más que de costumbre. Aún más que la costumbre. Está muerto. Mi cuerpo está muerto. Y no tiene nada que ver con las pastillas o con la sangre cubriéndome el pecho, los brazos, las manos y el muslo derecho. Mucho menos con tu ausencia.

Mis cambios fatídicos de humor, mi desinterés por la rutina. La brisa dejándolo todo aún más seco. Estaba claro que nos cansaríamos uno del otro. Uno después del otro. Y aunque lo negáramos con tanta emoción en ese entonces. En esos tiempos en que reinaban las alegrías sobre lo amargo de los golpes secos que nos apagaban por momentos con temblores en el cuerpo, hasta arrepentirnos y regresando mudos entre lágrimas y manchas opacas, pero también grisáceas. 

Escucho la caída de los pájaros muertos. Los años pasan y esto sigue abriéndose como una grieta hasta topar con huesos, e incluso, la médula. La tarde sólo alimenta el dolor con sus voces roncas con espasmos guturales. Tres días sin salir. Seis. Doce horas viendo caminar la luz por las paredes de este cuarto. Que huele a pasado, a humedad, a inviernos caducados. Las entrañas vuelven a retorcerse, a conjugar un dolor de diferente causa a tu noestar. Me giro de lado sobre la cama para contraer el dolor y volver a olvidarlo por un rato. Si así de fácil fuera olvidarme por un momento de ti. 

El televisor pronuncia cosas que no entiendo, pero apuro a subir el volumen, hasta bloquear de mis oídos, cualquier ruido que no provenga de él. No es fácil silenciar las voces internas. Mucho menos cuando son las que hablan del daño y procuran un daño mayor. 

Nunca podré asegurar cuánto tiempo mantuve encerrada mi histeria. El grito que por momentos salía en forma de gruñido. O de aullido a medio llanto. El teléfono sonaba casi cronométricamente cada seis minutos y yo cerraba los ojos y escuchaba tu voz. Y la escuchaba enojada. Y la escuchaba quebrarse. Y escuchaba tus lágrimas caer. Me hundía más en el hueco que me crecía en el estómago. Y en una media arcada, vomitaba hasta los huesos.

Una herida punzante, infectada de mi propia sangre. Las viejas cartas. La carta de despedida. Las cartas del tarot que no creímos. Que siempre fueron más sinceras que nosotros. Que no rehuían a la verdad. El dolor de dientes, de la mandíbula. La fantasía de despedirnos de nosotros mismos, de decirle adiós al pasado. De despertar en un nuevo intento por ser nuevos. Y fallar. Fallar constantemente en el hablar, en el andar, en la memoria, en el sentir, en el callar. Y volver a fallar.

Cada tercer día nos fundíamos en disculpas que duraban media hora y esquivaban el horror. Nos vaciábamos en angustias que carecían de nombres. Y ahora, sencillamente, pueden llevar los nuestros. Y ahora yo escarbo en los rincones de mi celda personal, buscando detener el tiempo. Buscando una salida al fin, que me haga apagarme, que me suelte, que me deje libre y se coma mis restos. Sin más disculpas, ni promesas, sin salitre humedeciendo cada pliegue de la piel. 

Desde la ventana alcanzo a ver el mar. La Playa cubierta de noche y la Luna reflejándose en la nieve. Cuarentaisiete primaveras y un invierno. Doscientas noches repitiendo el mismo verso, ausente y callado, como suplica a que aquello termine. A que el vacío se llene. A que la llaga se cierre. Y hoy que nos volvimos lejos, tampoco sé qué hacer con esta tormenta nevada que me congela desde dentro.

Quizá mañana, ya no recuerde tu cara, o tu nombre. Quizá te hayas ido a vivir a otro lugar. Quizá yo duerma al borde de una carretera, o en el centro del salón. O en cualquier rincón del mundo que no haya besado tus pasos, que no huela a ti, y sobretodo, que no tenga tu forma. Quizá sea la forma más cobarde de despedirse entre ambulancias, recordando el seco de tus párpados entre tantas luces, entre tanta gente, entre el ruido que ha dejado de ser mío y las voces que tampoco son mías y me llaman. 

Dormiré como en un coma de anestesia. Despertaré tres días después, entre ángeles que me besarán los ojos, que me tomarán las manos aliviando mi dolor, que no escuchan que grita, que no escuchan que calla, que no ven que me vacía la mirada. Sus cantos vueltos ecos me hacen mirar de nuevo a la ventana. Ya no se ve el mar. Ya no hay Playa. Sólo un desierto cubierto de nieve. Cubierto de nada. Sólo los ecos de sus cantos. Sólo un dolor enterrado en el perímetro de mi pecho. O de mi cráneo. Sólo pastillas blancas, que en el amargo de su sabor, juegan a ver si me calman.

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