Te veo de lado a lado del sofá, de esquina a esquina de la recámara. Te veo con la mirada suelta y la sonrisa discreta. Siento el nervio apretándose en tus manos. Te veo un cuarto de las piernas blancas.
Te veo con esas ganas, que me dan a mí, de besarte, de arañarte la espalda y empezar a hablarte.
Pero el silencio que nos humedece, no se ablanda y sólo nos miramos con lujuria disfrazada de dulzura.
El sonido de unas campanadas nos acecha y miramos el reloj. Nos rascamos, nos movemos, nos acomodamos la ropa como distracción. Entonces suspiramos y antes de inmutarnos cerramos los ojos y en un brinco, nos abalanzamos uno sobre el otro. Nos besamos, nos respiramos, nos acariciamos, nos miramos; con esa adrenalina, con aceptación.
Entonces abrimos los ojos, no estamos despiertos. Jamás despertamos. Caímos en el mismo sueño y nos adentramos perdiendo el control.
Ahora que te miro, ya despiertos, es como si el tiempo tuviera un juego capaz de agotar nuestras conciencias.
Te miro, te miro, te miro. El corazón pulsa con intensidad. Qué inaccesible será el que no te bese. Qué absurdo será que no lo intentes.
Y aquí vamos, otra vez, desmoronándonos por un poco de amor, cayendo en un vacío sutil que nos desgarra improvisadamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario